domingo, 25 de mayo de 2008

Raúl del Pozo: "El Cavia es la consagración del columnista"

Raúl del Pozo: «El Cavia es el Premio, la consagración de un columnista»
Antonio Astorga, Abc



El «príncipe gitano» anarquista de Cuenca llegó a Madrid con la prosa de un Valle-Inclán salvaje (Umbral dixit), y lo primero que vio fue la Gloria y los Pegasos, bronceados en la cumbre del Ministerio de Agricultura. El barbilampiño escritor en ciernes que se apeaba en Atocha soñaba con torear en las Ventas literarias y periodísticas de los madriles, y deslumbrar al castellano escribiéndole cartas de amor y poemas periodísticos desesperados. Y a fe que lo ha conseguido. Raúl del Pozo, que ya había hecho la mili en Cuatro Vientos, era un «Robert Capa de las palabras» que soñaba con escribir en ABC: «Yo quería escribir en ABC porque era un sueño demasiado grande ganar el Mariano de Cavia», recordaba ayer Raúl del Pozo, nada más honrar y besar el Cavia por su artículo «España, el paraíso». Su tía le enviaba todos los días a comprar ABC, el mejor recado para leer. Raúl del Pozo lo devoraba, y se entusiasmaba leyendo a los grandes «sampedros» de la Cofradía de la Columna, de la que él es fiel costalero: «ABC es el periódico donde han escrito los grandes de los años 50 y 60. Un diario liberal, muy bien escrito sobre todo, y que ha tenido y tiene el culto al estilo y a la palabra. Por eso el Mariano de Cavia es el Premio. Yo he ganado otros galardones, pero el Cavia es la consagración de un columnista», confiesa el hombre que ya se ha subido a la Gloria del Mariano de Cavia. «No sé si me lo merezco -prosigue-. Le agradezco muchísimo al Jurado el reconocimiento, pero sobre todo al genio: a don Antonio Mingote, al que se quiere con todo el corazón».
Raúl del Pozo vino al mundo en Mariana (Cuenca). En 1960 principió en este sagrado oficio en el «Diario de Cuenca», continuó en «Mundo obrero» de 1976 al 81, fundó «El independiente» y, desde 1991, escribe en «El mundo». En «Interviu» recibió el premio de Periodismo Pedro Rodríguez, en honor del articulista de ABC. Es novelista -«Noche de tahúres», «La novia», «Los reyes de la ciudad», «No es elegante matar a una mujer descalza», «Ciudad levítica»- curtido en amores brujos, magos que vuelan, y la Roma disoluta del Renacimiento. Desde su prosa repleta de culturas ensartó el romance medieval y la hebra perdida de la nigromancia, el ardor poético y la Castilla de la posguerra. Y relató una urbe, su Cuenca del alma, colgada en su propia agonía. La manhattan medieval, y la ciudad de los prodigios. Del Pozo noveló a molineros y alfareros, a la gente que se inventaba botijos para dar de mamar sangre y leche a los niños de la serranía: «Periodismo y novela para mí son el mismo oficio -explica-. La novela es un artículo de doscientas páginas, y el artículo una novela de quinientas palabras. Se cuenta la especie de que un periodista le llevó un artículo a su redactor jefe espetándole: «¡Aquí traes el Quijote, y no te lo publican!». Y el baranda le contestó: «Sí, sí, te lo publicamos, pero en folio y medio, y diciendo el lugar exacto de la Mancha»». Así son los cánones de Raúl del Pozo: «Síntesis, ritmo, culto a las palabras...».
Del tributo a Campmany...
A Raúl del Pozo se le han muerto en el último lustro los titanes que colocaba como el espejo stendhaliano en su camino literario: Campmany -«un caballero hedonista que llevaba en la sangre la música del idioma y escribía con los ojos empapados de belleza»-; Umbral -«del Periodismo ya se sabe cuáles son las lumbreras: se empieza con Larra y acabas en Umbral»-; Fernán-Gómez, Rabal... «Soy un lector de los clásicos. Me gusta mucho Séneca. Éste es un oficio que se extingue. Somos una raza que se extingue. Los poetas de la catástrofe anuncian que el papel va a morir, ¡pues vamos a morir todos a la vez!», examina, aturdido por el honor del Cavia, un Raúl del Pozo que recibía ayer una de las noticias «más importantes de mi vida»: «Uno pensaba al llegar a Madrid, como los toreros que sueñan con torear en Las Ventas, que un día escribiría en ABC. Encima, al final, me dan el premio Mariano de Cavia, que han ganado todos los grandes: Umbral, Campmany... No solamente excelsos columnistas, sino grandísimos escritores. Insisto: el Cavia es el Premio. No le confieso que ahora me quiero morir en paz, porque no quiero morirme, pero es muy emocionante».
Con el artículo premiado con el Cavia -«España, el paraíso»-, Raúl del Pozo glosaba los vocablos, la historia común, las incomprensiones e incomunicaciones, pero también la belleza que nos ha aportado almohades, almorávides, benimerines, príncipes omeyas...: «Era otra época, aunque los clásicos, desde Quevedo a Cervantes, tratan muy mal a los moriscos. El manco de Lepanto les llama «víboras». Era otro pensamiento. El barroco es esplendoroso como cultura, pero desde un punto de vista político no se puede comparar con la democracia, como es lógico. Ese artículo es un canto a nuestra historia y país, a todos los misterios que encerramos y, sobre todo, un cántico a la música de los vocablos, porque lo mejor de todo es nuestra lengua, y ese torrente de vocablos que nos enriquece y nos hace grandes».
...a los «Umbrales»
Hace unos días Raúl del Pozo trazaba una columna mayor en honor del «caballero y príncipe del Periodismo Ignacio Camacho», que recibía el González-Ruano por sus «Umbrales» en memoria del maestro de los dos: Umbral. Ese rubicón del Ruano lo había cruzado Raúl del Pozo poco antes al elevar su «Réquiem por el maestro de los epitafios: Jaime Campmany», que ejercía el magisterio en ambos. ¿Hoy es usted el príncipe del periodismo? «Nada, nada... Aquí sólo vale lo que va uno a publicar mañana. No hay que creerse nunca nada», señala el hombre que escribe en el nombre del padre periodístico -en el hueco de Umbral- cada día en su periódico «El mundo»: «Es una terrible responsabilidad. Las leyendas pesan mucho en el ataúd. Yo modestamente estoy defendiendo mi espacio, y haciéndolo lo mejor que puedo sin intentar ni imitar ni superar a Paco Umbral. Procuro seguir mi camino».
Ese camino arranca en su ciudad levítica, donde el escritor descendía desde los batanes, molinos de papel y rocas a la jungla del asfalto, mientras leía a hurtadillas a Baroja fascinado por sus libros de piratas y viajes. Como le agradeció Ignacio Camacho la noche del Ruano, «tú y yo, Raúl, que venimos del fango de las trincheras y del turbulento campo de Agramante, donde las palabras resuenan a veces como descargas de fusilería; que hemos bajado tantas veces a los albañales canallas donde el poder entierra en barro sus patas de cabrón goyesco, no podemos ni debemos hablar más que como lo que de verdad somos: peones curiosos del viejo oficio de mirar y contar».
Y testigos «de los pliegues de las arrugas de los recodos de la Historia», que aspiran a encerrar en el marco imposible del idioma. Labriegos de la frase, letraheridos braceros de la prosa con la cabeza alzada al cielo en busca del relámpago iluminador. Hijos de Umbral y de Campmany, siempre en el principio del verbo.

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